lunes, 25 de junio de 2012

Los amores del Taita Imbabura

Los amores del Taita Imbabura

 Cuentan que en los tiempos antiguos las montañas eran dioses que andaban por las aguas cubiertas de los primeros olores del nacimiento del mundo. El monte Imbabura era un joven vigoroso. Se levantaba temprano y le agradaba mirar el paisaje en el crepúsculo.
Un día, decidió conocer más lugares. Hizo amistad con otras montañas a quienes visitaba con frecuencia. Mas, una tarde, conoció a una muchacha-montaña llamada Cotacachi. Desde que la contempló, le invadió una alegría como si un fuego habitara sus entrañas.
No fue el mismo. Entendió que la felicidad era caminar a su lado contemplando las estrellas. Y fue así que nació un encantamiento entre estos cerros, que tenían el ímpetu de los primeros tiempos.
-Quiero que seas mi compañera, le dijo, mientras le rozaba el rostro con su mano.
-Ese también es mi deseo, dijo la muchacha Cotacachi, y cerró un poco los ojos.
El Imbabura llevaba a su amada la escasa nieve de su cúspide. Era una ofrenda de estos colosos envueltos en amores. Ella le entregaba también la escarcha, que le nacía en su cima.
Después de un tiempo estos amantes se entregaron a sus fragores. Las nubes pasaban contemplando a estas cumbres exuberantes que dormían abrazadas, en medio de lagunas prodigiosas.
Esta ternura intensa fue recompensada con el nacimiento de un hijo. Yanaurcu o Cerro negro, lo llamaron, en un tiempo en que los pajonales se movían con alborozo.
Con el paso de las lunas, el monte Imbabura se volvió viejo. Le dolía la cabeza, pero no se quejaba. Por eso hasta ahora permanece cubierto con un penacho de nubes. Cuando se desvanecen los celajes, el Taita contempla nuevamente a su amada Cotacachi, que tiene todavía sus nieves como si aún un monte-muchacho le acariciara el rostro con su mano.

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